La segunda parte de A la luz de una tarde

 La vida de Cervantes entra en su segunda etapa cuando el valiente e imprudente Miguel tiene que huir del castigo que le espera en España de manos del Rey Felipe II por batirse en duelo. En su triste huida, acompañado por su hermano Rodrigo, revivirán nuevas aventuras. Aquí solo entresaco una de esas aventuras vividas por ambos... ¿Cómo sería la participación del joven Miguel en la más grande batalla que vieron los tiempos pretéritos y vieron los venideros? Aquí os dejo una recreación en forma de boceto y aperitivo de la segunda parte de la novela que verá la luz antes de terminar el 2022.

La Galera de Don Juan de Austria que se puede visitar en Barcelona

El Capitán de La Marquesa, hombre de acción, no soportaba la inactividad y quietud del puente, así que en los momentos previos a la batalla y desoyendo a aquellos que le desaconsejaban estos trotes por entre los intestinos del barco, había descendido hasta donde galeotes y esclavos estaban dispuestos a remar para alcanzar la línea de salvaguarda tras la Galera Real. El ambiente cargado de calor, humedad y hedores inmundos no le arredraron en ningún momento. Allí, una veintena de remos a cada lado sumaban en total ciento cincuenta galeotes, esclavos y boyas libres preparados para avanzar en cuanto el cañonazo de popa avisara de que estaban a la distancia adecuada de la boga. Las velas tensas y los remos en todo lo alto imprimían a la escena la tensión necesaria que solo los gritos de unos y otros oficiales desdibujaban y humanizaban la estampa. Allí nadie contemplaba coros de ángeles como los que luego irrumpirían en acuarelas y óleos, si acaso alguna jaculatoria silenciosa o un juramente sonoro.

- ¡Cómitre! - El encargado de la tripulación iba dando ordenes a unos y otros oficiales, que repartían latigazos a sendos lados, tratando de mantener las distancias con los remeros para evitar que la emprendieran a mordiscos sanguinarios con ellos. - Libere a los boyas, que ayuden a los arcabuceros en el esquife, vamos a necesitar más ayuda en las armas que en el remo. Quiero que haya cuatro galeotes por remo, reparta agua y haga el favor de hacerla correr por debajo, hiede tanto que nos huele hasta Don Juan en su Galera.

Los esclavos y galeotes protestaron al ver que retiraban a los voluntarios de los remos pues sabían que necesitarían dedicar más fuerza con menos gente. El murmullo se volvió casi insubordinación cuando hicieron caer el agua hasta la sentina para limpiar de orines y heces los bajos de los asientos de los remeros. Si la humedad era alta, el esfuerzo y el sudor con el calor podía extenuarlos hasta desfallecer o morir.

Los oficiales, alrededor del Capitán, repartían latigazos a diestro y siniestro para acallar los rumores de los quejosos galeotes: aquellos condenados a diez años de galeras por desobediencia o por los delitos más infames que uno pueda imaginar y que nunca alcanzarían a cumplir debido a la dureza de la condena. Con las cabezas peladas a cero - menos los musulmanes, a los que les era permitido una larga cola para ser rescatados por el mismo Alá en caso de muerte y así ser conducidos al Paraíso – trataban de soportar el peso de los remos alzados antes del combate. El Cómitre sabía que los fieles al Islam eran los primeros en obedecer porque, a la primera insubordinación, les cortaba la coleta con un cuchillo restregado de sangre de cerdo para que supieran que, a la siguiente ocasión, sería el gaznate lo que cortaría con ese hedor a cerdo maldito que les alejaría para siempre de la tierra de las hermosas huríes, jóvenes y eternas. Su temor a perder el Paraíso era mayor que el temor a perder la propia vida. Los galeotes eran otra cosa, su odio les cegaba en tal manera que, con todo perdido, solo el látigo, el pan horneado dos veces y los grilletes impedían el motín diario.

El Capitán se dio cuenta de la situación y decidió subir al puente mientras ordenó repartir agua y pan en ración doble para apaciguar los ánimos antes de la batalla; mientras tanto los voluntarios a sueldo en los remos, también llamados boyas, a razón de uno en cada remo, se santiguaban ante la posibilidad de subir al esquife a una muerte casi asegurada. Sin armas, ni más protección que ser protección de arcabuceros, picas y ballestas se dispondrían a ejercer la función de escudos humanos ante las balas de cañón, las saetas y la pólvora de los turcos otomanos.

Algún boya se adhirió tanto a su remo que fueron incapaces de levantarlo de su puesto. En concreto uno, el más inteligente de todos ellos, aquel que los oficiales tomaban como el lidercillo del grupo, aquel al que llamaban Lope, quedó tan pegado que el oficial, harto de dar latigazos para que le obedeciera y ante el cerrilismo del voluntario remero, se dispuso a conversar con él.

- Mira, Lope, que si te quedas te tengo que dejar como los galeotes y esclavos, unido por la cadena al remo. Y puede ser peor. Es mejor morir viendo la luz del día que en una maraña de jarcias y madera. Las esquirlas se te meten hasta en los ojos y pueden sulfurar durante horas antes de acabar ahogado. En el esquife, sin embargo, caes al mar y morirás en una muerte dulce dentro del agua. - La explicación pormenorizada del oficial que escuchaban los demás remeros provocaba la sequedad de las gargantas y multiplicaba las oraciones a dioses diferentes y enemigos que eran causa de aquella enorme batalla.

- Cabe la posibilidad, oficial, de que ganemos la batalla y sobrevivan los remeros antes que los escudos humanos en el esquife. - La voz suave, calmada y determinada demostraba que había valorado todas las situaciones por extremas que parecieran.

- Tú deberías llevar un arma. - Dedujo el oficial mientras le abotonaba las cadenas al remo, quizás para verlo más adelante en la otra vida, y se marchó a conducir la recua de remeros sobrantes a la vista de que el beneficio no compensaba el riesgo que asumía.

Si bien alguno de los remeros eran patriotas y fervientes defensores de la causa en la batalla e iban con ardor y valeroso empeño al esquife, la mayoría, hombres de mala fortuna que no habían encontrado otro sustento que trabajar de forma aparentemente voluntaria en galeras iban al frente como quien se dirige al paredón, unos maldiciendo su fortuna, otros tratando de recordar para rezar las oraciones infantiles que habían olvidado a latigazos y el resto, la mayoría, en un silencio cansino, apesadumbrado y dolorido.

Al salir al esquife, el oficial de nombre Pero Nuño, contempló de frente en el Puente el pendón con las tres imágenes que caracterizaban el espíritu y la acción de los tercios hispanos, un hombre de tierra y hecho a las batallas de Flandes en Centro Europa que trataba de acostumbrarse como podía a moverse en el mar. Se santiguó ante la imagen del Cristo, de la Inmaculada Concepción de María y de Santiago Apostol en la mítica batalla de Clavijo. Imagen que infundía pánico a los musulmanes y alentaba a los cristianos, pues si Dios, el Dios verdadero, estaba con ellos, ¿quién estaría en su contra?

La Marquesa encontraba su disposición táctica tras la Galera Real, encuadrada en la flota de Don Álvaro de Bazán, el marino más experimentado y competente de toda la Santa Liga. La flota Veneciana de Barbarigo navegaría en la zona izquierda de la flota española de Don Juan, mientras que la flota de Andrea Doria comandando a genoveses y con el Almirante Marco Antonio Colonna al frente de la flota de Pío V de los Estados de la Iglesia avanzarían por su derecha. Cada una de las flotas tenía orden de abordar en el menor tiempo posible a sus respectivos Almirantes contrarios: Barbarigo, el veneciano, a Sirocco; Don Juan a La Sultana de Ali Pashá y Andrea Doria a Uluch Alí.

La estrategia era tan ofensiva que solo cabía dos soluciones, el éxito total o el fracaso más absoluto. O el turco era retenido en Turquía para siempre, o Europa era la nueva conquista otomana. Hasta la fecha entraban con tanta facilidad en ciudades principales como Viena que la necesidad de esta batalla resultaba imperiosa. La ausencia de Francia en la Santa Liga solo cabía en una estúpida y suicida estrategia, pues si entraban en Viena con tanta facilidad, tras una derrota en el mar con la Santa Liga haría que entraran con la misma facilidad en París portando sus Klikç y Kalkan, con sus Rodelas y Alfanjes, sus pequeños, artísticos y eficaces escudos redondos y sus espadas curvas y ligeras. Nadie más que ellos – los franceses -, necesitaban esta victoria de la Santa Liga comandada por el Imperio español, y nadie los echaba realmente en falta.

El mayor acierto de la disposición táctica de la flota era, sin duda, el refuerzo de la Flota Real de Don Juan a su retaguardia ordenada por Don Álvaro de Bazán, pues le daba fuerza en el ambicioso avance que pretendían y le ofrecía posibilidades en caso de que el ataque no fuese tan eficaz como calculaban. La igualdad en número solo podía ser superada por la determinación que ofrecía la fe en Cristo. Convencidos como estaban de que la historia no podía ir en contra del triunfo de un cristianismo que, mientras abría nuevas fronteras derrumbando muros ignotos y mitos helenísticos y romanos, a favor de la cristiandad no podía desocupar los terrenos ganados por la fe en favor de los herejes de Alá y Mahoma. La historia estaba con Cristo, no podía ser de otra manera. Y obraron en consecuencia con una estrategia agresiva.

- ¡Oficial! – El Cómitre sustituyó al Capitán en el papel de ir dando voces para recomponer la galera en su disposición de ataque. - Vaya a la botica y pregunte al barbero-cirujano quién está en disposición de combatir y quién debe quedar relegado al camastro.

- A sus órdenes. – La tensión de los determinantes momentos que se iban aproximando generaba en los responsables de la organización de la nave cada vez más nervio, sudor y empeño. Ellos estaban convencidos de su victoria, pero todos guardaban y manoseaban bajo su jubón un rosario, regalo de sus esposas o madres, para afrontar los miedos con perspectiva de eternidad. Nada podían temer si solo perdían la vida antesala de la vida, la imagen del espejo nada más.

Tras bajar a la zona de la enfermería observó a diez hombres sobre los camastros, la mayoría de ellos con fiebres o calenturas, vomitando, sudando y temblando de puro escalofrío. Justo antes de entrar, un joven zagal que no llegaba a los dieciocho años se le cruzó y le dio de su mano una cruz de plata de unos diez centímetros.

- Oficial, por favor, désela a mi hermano Miguel que está con calentura en la enfermería y no podrá combatir. Dígale que yo combatiré por los dos en el esquife.

- Rodrigo, pero... ¿Cómo has entrado en La Marquesa si no tienes ni la edad de navegar?

- Cosas de mi hermano y el Cardenal Acquaviva… ¡Vive Dios que esta gran batalla en favor de Cristo, de Santiago y de María no me la perdía yo ni ciego de vino bajo los auspicios del águila de San Juan! - El oficial puso la mano sobre el hombro del valiente y joven soldado y cerró los ojos implorando alguna oración para su protección.

- Dios está contigo, dame esa cruz que se la pondré sobre el pecho en el camastro si no es capaz de despertar.

El Cómitre, desde la distancia, animó de nuevo a cumplir la orden en el menor tiempo posible. Si bien los Cómitres venían encargándose de la dirección del remo exclusivamente, al llegar el momento de la boga para el abordaje adquirían dotes plenipotenciarias frente al resto de oficiales pues la disposición de la galera para el combate era de su exclusiva responsabilidad. El Capitán del barco se dirigía en estos momentos solo a él, y este era el hombre más inquieto de todos dentro de la galera.

Los oficiales de tierra como Pero, que apenas sabían cosas de mar, obedecían hasta el momento del abordaje, donde ya eran ellos los que solo escuchaban al Capitán del barco. Al tener a la vista a la nave Almirante de Don Juan, lo cierto es que todo se reducía a darle protección en el asalto a La Sultana, quizás por la proximidad a esa galera, estaban en el peor lugar de la batalla. Aunque las batallas en el mar tienen siempre su propia y personal lectura.



Pero Nuño entró en la botica donde el barbero no daba a basto con las curas y el arreglo de los enfermos. Al verlo comprendió la naturaleza de la situación pero el cirujano se lo dejó claro sin ni siquiera esperar al saludo de rigor.

- Ninguno de estos está en disposición de combatir, van a resultar una pesada carga para aquel que esté a su lado y son garantía de alimentar a las alimañas marinas. No puedo dar consentimiento de que, en su estado, esta decena de pobres desasistidos de espíritu vayan al esquife.

- De acuerdo…, buena suerte. La vamos a necesitar todos. - El Oficial dio una palmada sobre la espalda del anciano enfermero.

- Pongo mi confianza en Dios. - Sujetó la mano firme del oficial. - Si por Él combatimos, como el Arcángel Miguel dijo en su momento, “¿quién contra Dios...?” No tenemos ni tememos enemigo alguno.

EL oficial salía por la puerta cuando sintió una mano tirando de su jubón y de su espada envainada, la mano firme de un enfermo con los ojos vidriosos, piel pálida, juventud insultante y media barba; flaco por todo el cuerpo como un galgo corredor de la Mancha, de nariz apuntada como el sayón judío del poema y la frente despoblada como aviso de su despierta imaginación e inteligencia con la cual trató de dibujar en su rostro una sonrisa firme.

- Yo puedo combatir, dejadme una espada y me voy contigo al esquife oficial. - El oficial reconoció a Miguel, el hermano de Rodrigo, el asistente del Cardenal Acquaviva que había entrado en La Marquesa con su recomendación.

- Miguel, soy Pero Nuño, ¿no me reconoces? - Nuño sacó la cruz que había olvidado en el mismo momento en que Rodrigo se la diera de su mano y se la puso sobre el pecho. - Esta cruz me la acaba de dar tu hermano para que te proteja en la batalla. Toma.

- ¡Voto a bríos que…! Ahora mismo se la devuelvo, yo salgo a combatir. Debo proteger a mi hermano, a mi familia que está en Madrid y, por ende, a la cristiandad entera del ímpetu herético del Islam. - La firme determinación del enfermo que se puso en pie en cuanto recibió la cruz hizo dudar al oficial que buscó en el barbero la respuesta que no encontraba para tranquilizar su ímpetu guerrero.

- No estás en disposición de combatir, Miguel. - Dijo el barbero con un gesto tranquilo. - No hay armas para los soldados de primer año y vas a servir de escudo humano, te va a derribar un arcabuz o una saeta si no te desmayas en el agua a las primeras de cambio.

- Iré de ayudante en el esquife, repartiré pólvora y saetas a los arcabuceros y ballestas. Serviré al servicio del Papa Pío y de España como escudo humano si es necesario. Y si tengo que dar la vida, prefiero darla mirando al mar que mirando al techo y tumbado en un camastro. Soy hombre joven, pero hombre entero al fin y al cabo, y tengo alma inmortal, un espíritu que contemplará a Dios un día, quizás hoy; no me digáis que mis servicios a su causa fueron las calenturas nada más. Dejadme, al menos, entregar mi cuerpo ya que, Él mismo me lo ofreció a mí en una cruz un día sin merecimiento alguno por mi parte. Dejadme merecer a Cristo, Jesús, y a España servir hasta morir, al menos.

- Me lo llevo, barbero. Si este discurso que nos ha dado no se escribe alguna vez en elogio de las armas, que quede en nuestra memoria. Quiero a gente así en el esquife.

Se vistió el joven Miguel de Cervantes como pudo, entre sudores y escalofríos calzó sus alpargatas. Era un Cristo yendo a la cruz con los ojos caídos mientras lo contemplaban pasar galeotes y oficiales, soldados de fortuna y convencidos patriotas. A su paso iban mostrando respeto y admiración como quien contempla un Nazareno en Semana Santa. Hubo alguno que se santiguó a su paso pues sabía que nos contemplaba la historia en la tierra y hasta el cielo estaba pendiente de aquello desde arriba. Miguel deambulaba dando golpes a un lado y a otro, sintiendo el empujón afectuoso de sus compañeros de armas que lo ponían en el camino voluntario que había decidido seguir y ellos respetaban.

Alcanzó el esquife en el mismo lugar donde su hermano se afanaba en dar pólvora y lustrar arcabuces, mosquetes, picas, alabardas, rodelas y ballestas. Tocó su espalda con la mano mientras mantenía una sobria compostura que había recuperado al recibir el aire marino en su cara.

- Toma, Rodrigo, me han dicho que habías perdido tu cruz de plata. - Rodrigo se giró y dio un fuerte abrazo a su hermano.

- Miguel, ¿cómo estás? - Miguel le miró y sonrió recordando cuando, siendo niños, luchaban contra sarracenos a espadas y uno de los dos tenía que hacer de servidor de Mahoma.

- Dispuesto a dar la vida por Cristo y por España. - Rieron ambos al recordar aquellas frases que soltaban entre golpe de madera y puñetazo al lado del pozo de la casa.

- ¿Quién sabe, Miguel? Quizás salgamos victoriosos y vivos. ¡Mira!

Subió el escalón de proa, Miguel, justo por encima de la tajamar de La Marquesa y pudo contemplar la flota entera de la Santa Liga. De izquierda a derecha aquello era un mar de velas y remos erguidos, pendones que ondeaban sobre galeras que oscilaban con la mar. A la izquierda, las naves Venecianas engullidas por la bruma mostraban sus velas extendidas y retenidas hasta el momento clave. Por delante de la propia Marquesa y, rodeadas por decenas de galeras con los remos elevados, la Galera Real de Don Juan enarbolaba el pendón de la Santa Liga de Pío V, el escudo Imperial de Felipe II con la bandera borgoñesa ejerciendo de enseña y toda la dignidad de la cristiandad y de la patria entera bailaba al son del viento con ellos. Más a la derecha, otras cuantas decenas de galeras italianas en representación del Estado de la Iglesia y de la República del dux aleatorio de Génova, llegando a atisbar con la mirada la mítica nave de Andrea Doria dispuesto, como todos, a abordar a la flota otomana.

Tras de sí, toda la generosa flota de Don Álvaro de Bazán, gran estratega de estos avatares y hombre docto en mil batallas que no navegaba demasiado alejado de ellos y, de cuya galera, podía contemplar su esquife subiendo y bajando al compás del mar. A lo lejos, entre brumas imprecisas que engullía el mar entero, con el sol sobre ellos, las medias lunas turcas de La Sultana de Alí Pashá, acompañada a la izquierda por la flota de Sirocco y, a su derecha, la enorme y elegante escuadra de Uluch Alí. Una inmensidad de galeras, fragatas y otras naves menores se enfrentaba ante sus ojos que sorprendidos se abrían a lo ancho del mar y del mañana con una célebre frase.

- La más grande batalla que jamás nadie ha visto, que jamás contemplaron nuestros antepasados ni contemplarán los siglos venideros, Rodrigo.

- Sí, Miguel. Así es. - Un cañón en la Galera Real ordenaba el comienzo de la batalla, los remos de todas las naves bajaron de forma sucesiva mientras se repetía el sonido del cañón para que las más alejadas pudieran comprender que era el tiempo de bogar hasta perder la vida. Los remos se zambulleron en el agua unísonos mientras chapoteaban y despedían fuentes de colores atravesando las gotas del mar por los rayos de sol en un multicolor arcoiris. Las naves empezaron a flotar a gran velocidad y Miguel pudo sentir la dicha del viento marino en su cara. La adrenalina había apagado la fiebre y encendido sus ansias de victoria, sus ganas de vencer en la batalla. Todas las galeras de las tres inmensas flotas cristianas avanzaban a la vez como grandes ballenas avisando de que se iban a comer al enemigo. A lo lejos, los otomanos de Alí Pashá parecían pececitos de colores temerosos y dubitativos. La agresiva estrategia de la Santa Liga acortaba la distancia por momentos.

- A trabajar, Rodrigo.

Ambos hermanos se dispusieron a repartir escudos y flechas, reforzar espadas, yelmos y corazas dando martillazos; se dispusieron cuando fue necesario a arrastrar aquellos cuerpos que cayeron para quitarlos del frente, a limpiar picas y desatascar arcabuces... Y si la ocasión fuese propicia, estaban dispuestos a coger algún arma de aquellos que cayeran para ocupar su lugar en la batalla. Y ese momento llegó para Miguel y Rodrigo cuando el sonido de la pólvora empezó a sonar y vaciaba aquellos lugares de más peligro. Tras los primeros estallidos de la pólvora, cayeron tres soldados. Uno muerto y otros dos gravemente heridos. Rodrigo tomó una pica y Miguel tomó una espada y subieron a la proa.

La galera seguía a buen ritmo acercando posiciones para someter al abordaje mientras llovían piedras, bolas de plomo y flechas de las naves cercanas. Estaban, en la peor zona de todas, quizá casi de toda la batalla, y sus bajas iban siendo numerosas. Una vez alcanzada la línea de galeras, el abordaje era el objetivo. Miguel recibió, al paso, la felicitación de varios de sus compañeros pues había socorrido a tres personas, de las cuales dos vivirían gracias a él; había arreglado varias armas y apuntalado varios puestos con sus picas y escudos de rodela. Su empeño superaba con creces a la mala fortuna y, con eso, había ganado ya el respeto de todos sus compañeros.

Ya veía cómo se empeñaba la Real con la Sultana y sintió, en el fragor de la batalla, que Alí Pashá sucumbía ante el empuje de los cristianos y, tras ellos, tocaba el turno a La Marquesa contra otra galera otomana que se adivinaba atemorizada, preparó Miguel su espada y al choque de los buques pudo ensartar dos o tres espadazos para disponerse a saltar a la nave enemiga…

- ¡Pum! -

Sintió un golpe seco y potente en su pecho, cerca del brazo de siniestro nombre, y cómo caía su cuerpo hacia atrás golpeando su cabeza contra el suelo de La Marquesa a la altura del esquife. Mientras alguien arrastraba su cuerpo hacia la enfermería, Miguel perdió la cabeza y se desmayó.

Al despertar, encontró a su hermano Rodrigo al lado del camastro donde descansaba, este le puso al corriente de que Ali Pashá había rendido su Galera Sultana a la Galera Real de Don Juan, que Barbarigo había hecho sucumbir al temido Sirocco y que Uluch Alí había escapado ante la presión ejercida por Andrea Doria. Una victoria tan impresionante que los tiempos venideros hablarían de ella tras una estrategia ofensiva impuesta por Don Juan y bien organizada por Don Álvaro de Bazán. La Serenísima Venecia, el Estado de la Iglesia, la República de Génova y el Imperio hispano de Felipe II, entre otros, podían sentarse a decidir el siguiente paso.

- Felipe, nuestro Rey, mi buen hermano Rodrigo, acreedor de esta gran victoria, tiene ante sí la posibilidad de expulsar a los otomanos allí donde le convenga; puede, si quiere, establecer el dominio en el Norte de África como deseaba la Reina Isabel de Castilla. Pero centrará sus esfuerzos en las guerras de su padre para que Europa no pierda la fe católica en favor de la protestante. Craso error, hermano mío, regalará la paz a quien merece la guerra y ofrecerá la guerra a quién podría tener de su mano si afronta al enemigo común de la cristiandad. El buen Rey Don Felipe es amigo de regalar la paz inspirado en un humanismo cristiano impropio de la espiritualidad guerrera de Cristo, que vino a dividir allí donde hay que separar las aguas. - Miguel hablaba tratando de mover los brazos en su discurso, hasta que percibió que la siniestra mano no respondía como la diestra. - ¿Qué le pasa a mi brazo, Rodrigo?

- Un arcabuzazo en toda regla impactó sobre tu pecho y parece que tu brazo izquierdo ha quedado inmóvil. El barbero quiere conducirte al hospital de Messina para ver si eres capaz de recuperar la movilidad, pero dice que tiene mala pinta. Y que suerte tienes de estar vivo por arrostrar la muerte tan vivamente que todos han quedado prendados de tu arrojo y desempeño. Quieren darte el reconocimiento que te mereces de manos del propio Don Juan de Austria.

- Si pierdo la siniestra mano que sea para gloria de la diestra, pues sabes que me gusta escribir y las exequias a la Reina Isabel de Valois han de quedar empequeñecidas cuando las armas me dejen tiempo y momento de contar las historias que voy viviendo.


El Joven Miguel

FIN

Elogio de la cordura



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