Escribir sobre fútbol
Me gusta el fútbol, pero más el Real Madrid
De blanco y oro (relato escrito cuando el Real Madrid vestía de blanco y oro)
Estoy seguro que dentro de un par de milenios analizarán nuestra pasión por el fútbol como nosotros vemos las carreras de cuádrigas romanas o las peleas de gladiadores y se preguntarán qué era lo que hacía que unos se decantaran por el equipo blanco y otros por el equipo a franjas azules y granas. Entonces tendrán mucha más documentación que nosotros de los romanos, dispondrán de documentos escritos, vídeos, audios y demás para juzgar con detenimiento la pasión que levantaba el fútbol y podrán comprobar cómo la afición por un equipo, en especial el Madrid, se transmitía de padres a hijos - primero - las tardes de domingo con sus ritos, su liturgia y su confraternización casi religiosa por los colores y los nombres.
Ellos llamarán, quizá, héroes a lo que nosotros llamamos estrellas o galácticos, pero en realidad qué más da lo irracional que sea esta pasión que sentimos por el Madrid, qué más da que al fin y al cabo sean solo once jóvenes dando patadas a un balón... porque lo mismo pasaría si se trata de un pintor con un cuadro - sólo lienzo manchado y pincel - , todo depende de lo que se haga con el pincel o el balón, de cómo se haga sobre el lienzo o en el campo.
Título del Relato. De Blanco y Oro
De
blanco y oro sale al campo el equipo de mis sueños, legítimo
sucesor de otros que iban de blanco y azabache, de blanco y carmesí
– color heredado de la pobre y espiritual tierra de Castilla- , y
el campo irrumpe en ovaciones, vítores y bocinas que vuelven sordos
los oídos y elevan las emociones por encima de esa sordera. Sobre un
campo verde - un prado en Chamartín - campan los toreros nuevos del
Madrid con la historia sobre sus espaldas y la responsabilidad de
emularla..., o mejorarla con el juego que brota a borbotones de sus
botas como fuente cantora y borbollante.
Una
épica historia de sueños cumplidos, casi todos, y de nobles
espíritus henchidos cada tarde en este barrio de Madrid. Pequeñas
cosas que suceden en las ciudades cosmopolitas, pero que trascienden
al orbe entero si el enésimo gol de Ronaldo - o la cabalgada
perfecta de Bale - hacen del momento un “youtube” único y
compartible para los ojos que sueñan en la lejanía con aquello que
nosotros hemos tocado con los dedos. Un sueño aquí, hecho realidad.
Algo de lo que habla el mundo entero al poco de ocurrir.
“Merchandasing”
omnipresente que hunde sus raíces en un toque de balón perdido en
el tiempo enterrando cuberterías, camisetas, platos, vasos y
delantales de hoy en todos los idiomas conocidos, basándose en algo tan
intrascendente como un balón circulando por el césped... Pero no
tocado de cualquier manera. Esa es la cuestión.
El
balón, en los pies artesanos de los jugadores del Madrid, ha
transitado de pie en pie alcanzando la red como las estrellas
del firmamento en verano: de forma atrevida, eficaz y sorprendente.
Así, lo pequeño se hace trascendente y extraordinario lo corriente
en las tardes del viejo Bernabeu que jura renovarse por enésima vez.
Con cada cabalgada, con cada centro medido a la cabeza, con cada
preciso regate hecho del cincel que esculpe el fuego para sellar un
momento en la retina.
Me
recreo dos minutos al llegar al estadio antes del partido como aquel niño que escuchaba historias de Gento,
Di Stefano y Amancio; Puskas y otros héroes imperecederos de antaño
que mi padre, de forma procelosa, relataba de los tiempos en que el
campo tenía por nombre Chamartín.
Entonces, estar de pie y apoyado
en una barra con un puro entre los dedos o en los labios era algo
más que un acto de fe; era una liturgia; era una comunión perfecta
de domingos por la tarde con aquellos amigos circunstanciales que
ayudaban a olvidar las penurias de una posguerra y un desarrollo que
se truncó cuando prometía acabar con la pobreza secular de esta
ciudad abigarrada y recompuesta como un puzle que une lo diverso, que
liga lo que es distinto a una causa común: a Madrid, al Real Madrid.
Los
ojos encendidos de mi padre relatando la épica final contra el
Eintracht de Frankfurt que él escuchara en una radio de madera
rodeado de los hombres de la familia. Que entonces, a las mujeres el
fútbol solo les valía si alguien, al final, resultaba más amable y
menos exigente con las cosas de la vida. Mi madre aseguraba que el
Madrid había dado mucha paz a la familia porque las tardes del
domingo mi padre se iba y, al regresar, lo hacía
divertido, locuaz y ocurrente... Cosas de otros tiempos, quizás sencillos, en que los hombres y las
mujeres faenaban en mundos diferentes.
La
mirada curiosa de aquel niño que fui, me condujo a recuerdos
halagüeños bajo los brazos de mi padre y caminando al partido del
domingo como dos camaradas que discuten sobre lo lento que era Del
Bosque, los disparos tensos de un tal Cunningham o las artes
bandoleras de Juanito con trapío y seriedad.
- ¿Lento Del Bosque, papá?, ¡qué dices! Si es el más técnico de todo el equipo.
- Bah, muy lento, muy lento, hijo. El balón debe correr a las bandas y dejarse de tanto toque y tanta monserga.
Así
desgranábamos, uno a uno, aquellos jugadores que hicieron fértil el
campo de las afueras de Madrid; campo que fue absorbido, con el
tiempo, por el hormigón de una ciudad hambrienta y cuya ambición
terrena carece de fin. Generaciones de conversaciones sobre Benito,
Camacho o Pirri tejieron una relación imperecedera con mi padre. Un
lazo de amistad y camaradería orlada de discusiones irrepetibles y
efímeras que nos unieron para siempre en una mirada cómplice.
Aquellos
lazos que, ahora, nos atan poco a poco - discusión a discusión,
polémicas que eran de domingo y ahora son diarias - a mis hijos e hijas - sus nietos y sus nietas -. Una mordedura de hilo nos conduce al taconazo de Redondo
en Inglaterra cuando los sables del Manchester hablaban de rematar al
Madrid, genialidad que dejó tendido un pase de la muerte a Raúl y
un hito en la historia, pues regresó entonces, el Madrid por donde
debía, por donde tenía obligación de regresar.
Tras
mi charla, mis hijos hicieron una larga cambiada dirigiéndose a su
abuelo, a mi padre.
- Bale va a ser mejor que Ronaldo, ya verás, abuelo.
- No digas disparates, tras Di Stefano, solo Ronaldo le hace sombra, Tomás. Tú eres muy pequeño y no sabes “na de na” todavía.
- Tienes razón abuelo y es tan guapo Cristiano - mi hija, su nieta, le recordaba que las cosas son algo distintas ahora en el Bernabeu donde ya no se fuman puros.
Recuerdos
en el campo de los sueños que siempre ha sido un coso con tendido
del Siete en sus gradas, un tendido que esperaba a que los primeros
toques del equipo les invitaran al aplauso o a los pitos, al modo
aprendido de los toros. Los del Siete aprecian bien si el torero del
Madrid se arrima al toro o elabora simplemente una faena de aliño
nada más, toreando “con el pico de la muleta” y a resolver con la espada a la
primera ocasión que tenga.
No
ha sido nunca esta afición una afición que consienta a los genios
quedar dormidos en los laureles de su genialidad, y empuja con
silencios atronadores y castiga con pitos ensordecedores cuando un
jugador le gusta pero no se arrima como debería en cada jugada al
toro de la gloria que exige el club de clubes.
- Si al Madrid, hijo, no le cuesta más jugar aquí que fuera, vamos mal. ¿No ves que se acomodan al triunfo fácil y luego salen a por uvas?
Teorías
de mi padre y su particular sentido del Tendido del Siete. Formas de
ver el fútbol que disfruta corrigiendo, comentando y participando
como pocos en un partido. Tiempos de antaño que ya no son, o que
siempre han sido de alguna otra manera. Tiempos que vieron correr la banda
con las calzas bajas a Gordillo y sus centros imaginativos e
imposibles, y a Michel con sus centros medidos y precisos; al Macho
con su casta y osadía haciendo goles por derecho y de frente y al
Buitre, tímido y reservado, hasta que un cambio de ritmo memorable
lo ponía frente al portero y hacía un gol imposible que entraba
como una estampa, mientras él escapaba como pidiendo perdón por lo
que había hecho. Tiempos de goles y sueños, fútbol de
contradicciones.
- Nadie tiene más trofeos que el Madrid, hijo, porque silbamos a los buenos para que sean mejores y a los mejores para que recuerden que el Madrid los eleva al Olimpo de los dioses, pero ellos son mortales. Solo el Madrid es eterno.
Otra
soflama de mi padre que sigue a mi lado antes de empezar cada
partido, sin apenas vista, escucha al Estadio para saber cómo ha
sido el pase al hueco y, si ha bregado el delantero que perdió el
balón... Todo lo perdona el graderío si acude una y otra vez al
balón que se ha perdido por intentarlo otra vez. Una estrella o uno
de la cantera, todos tienen la obligación de buscar el balón
perdido y si no, los gestos teatrales y aspavientos, los silbidos y
protestas.
- ¿Recuerdas, papá, aquellos veinte minutos de Guti contra el Sevilla?
- Vaya que si lo recuerdo. A ese le silbé yo más que nadie, y sus pases por el centro no los he vuelto a ver, hijo... ¡Vaya pases con mirada al tendido que dejaba a todos con la boca abierta!
Así
es este equipo y su público, hecho a ganar, quiere arte. Quiere
toros en el Estadio y toreros que se vistan de blanco y "lo que sea",
para devolver las ilusiones que tuvimos cuando éramos niños, al
menos durante los primeros cinco minutos del partido. Luego, ya
veríamos si silbábamos o aplaudíamos, si disfrutábamos o
sufríamos. Pero los primeros minutos de cada partido son la gloria
de la historia hecha promesa y, a veces, algo más.
Madrid, equipo de grandes porteros forjados en la cantera en ocasiones,
donde las paradas imposibles y los milagros de los santos que, bajo
los palos encontraban acomodo, dieron triunfos, dieron títulos y
pidieron respeto. Las locuras de Buyo, los vuelos angelicales en
busca del balón de Miguel Ángel o García Remón, Agustín y los
últimos minutos de Casillas por el lesionado César cuando dos goles
que pudieron ser y no fueron hicieron otra "copa en color" para el
Madrid.
Un
último recuerdo antes de sufrir en el partido, nos conduce desde el
aguanís de Raúl a la imposible volea de Zidane para ganar la
última, por ahora, de nuestro trofeo más querido. Esta última
jugada es la explicación del fútbol como apoteosis de la locura,
como cénit de lo absurdo y lo perfecto.
Nadie
como Zizou para hacer verosímil un renglón torcido de Roberto
Carlos, ¿quién como él para esa carrera de fuerza por un extremo?.
Pero su centro era un churro, un churro tan perfecto que cayó como
del cielo para soltar el zapatazo memorable que otorgó al equipo de
mis sueños el noveno trofeo de las descosidas orejas, como era
antes.
Comprendí,
entonces, que Dios era del Madrid cuando, tras recoger ese balón de
Roberto Carlos, lo dejó caer mansamente sobre el empeine de Zinedine
y adiviné que “ Los renglones torcidos de Dios” – como aquella
novela memorable – hablaba también de ese gol que Dios arregló en
aquel renglón torcido de Roberto Carlos, otros suyos serían alardes
de precisión y potencia.
Así
es el Madrid, algo menor si lo comparamos con la vida entera; pero en
este mundo perdido resulta, al final, que este equipo transmite emoción y
da felicidad. Las cosas cambian, pues hoy en China, Corea o Japón tienen también
derecho a que alguien les cuente la razón de que haya en Chamartín un Jardín de la Leyenda donde el fútbol se confunde con el
arte.
De
blanco y oro salen al coso los jugadores del Madrid, herederos del
mejor fútbol de todos los tiempos y acreedores del talento que les
hace ser el mejor equipo del futuro. Ya no se fuman puros como antaño
dentro del estadio, pero llegado el minuto siete, una voz comienza
con el canto a los héroes del pasado, a los caídos por la patria
madridista; un canto que es un aviso a navegantes y que señala que
no basta con ganar y ser los mejores, que el Madrid no pierde nunca
cuando el fútbol se hace arte.
- ¡¡¡¡Illa, Illa, Illa...., Juanito Maravilla!!!!
Un
eco de voces que resuena en el campo devolviendo sueños infantiles
de cuando un gol era como la emoción de encontrar un Reino de Narnia
tras las puertas de un armario... De blanco virginal e inmaculado oro
entran en el campo los caballeros armados del Real Madrid. Volveremos
a revivir los sueños otra vez en el Santiago Bernabeu. Sueños que
se han de trasmitir de generación en generación.
En definitiva que esta historia no es más que la reconstrucción de la pasión por un equipo, que bien podía ser otro... pero este es especial y lo es porque la devoción se transmite de padres a hijos con sus tradiciones especiales que le han hecho ser lo que hoy es, el Rey de Reyes en el mundo del fútbol. Y a quien no le guste que se convierta al buen gusto.
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