Un relato más bien romántico (II)
El narrador que solo sabe lo que le cuentan
La temática, el ambiente, los asuntos turbios de familia
Nada es más eficaz para contar asuntos de sociedad o de familia que utilizar un narrador que sabe exclusivamente lo que le cuentan, porque crea el ambiente propicio para el chisme y el rumor. Como animales, algo racionales, los seres humanos ocupamos mucho tiempo de nuestra vida en saber lo que hacen los demás. Las narraciones sociales no son otra cosa que la recreación de ese comportamiento,
The Age of Innocence, los tres actores con el director |
En la magistral película La edad de la Inocencia, de Martin Scorsese - sí, el bueno de Martin además de la Invención de Hugo ha hecho otras obras maestras alejado de las mafias y los tiros - una narradora va introduciendo la escandalosa relación entre Daniel Day Lewis y Michelle Pfeifer con el encantador acompañamiento de Winona Ryder como un juego de equilibrios entre el convencionalismo tradicional de la sociedad de comienzo del XX y el escándalo que produce dicho triángulo amoroso.
Utiliza para ello a una voz de mujer distante que conoce gran parte de la historia como si fuese uno de los protagonistas pero que no es otra cosa que una mujer de esa sociedad que sabe casi todo de todos. Así el chisme, el rumor, las miradas curiosas van tejiendo una historia en la que solo el lector de la novela (de Edith Wharton, por cierto), en su caso, o el espectador conoce la sensación de tristeza y fracaso de los protagonistas. El grado de renuncia y el silencio de los que navegan en los turbios ríos de los comentarios insidiosos.
Mrs Mingott es la depositaria de todos los chismes, ¿será ella la narradora? |
El modo en que el director cuida los detalles, la forma de contar la historia, la elección de una narradora distante y la excepcional interpretación del trío de actores hace de esta obra maestra una película que como las Grandes Reservas gana con el tiempo.
Mi relato, ya lo siento, carece de tanto romanticismo pues se mueve en unas relaciones algo más sórdidas pero se narra desde el punto de vista de alguien que, sin ser el protagonista de la historia, acaba siéndolo; alguien que conoce solo parcialmente la historia en la que se introduce y la va contando según se va enterando.
Esto obliga a mantener un lenguaje - digamos - propio de la época; cosa que hace Don Martin, también, en La Edad de la Inocencia, pues la narradora es fruto de su época y eso aporta elegancia y da verosimilitud a lo que se cuenta.
La segunda parte está en el horno y lista para ser consumida. Espero que os guste.
La
Colina del Olvido Parte II
(…)
Perdonen
que no me haya presentado, caballeros, mi nombre es Antonio Gutiérrez
y Jofaina, joven oficial acuartelado en Argamasilla del Olivo a las
órdenes de mi buen amigo el Séptimo Conde de Argamasilla, Don Jaime
Sánchez de Comillas y Buenaescusa, en el verano del año de gracia
de 1830. Momento al que circunscribo mi relato.
Pero
antes de explicar las razones de mis desvelos por Juana he de
confiaros la historia que me contó Jaime recientemente al respecto
de los misterios que el Palacio de Argamasilla del Olivo y su familia
conservan en la estrechez de sus propios muros.
La
pasada noche, estábamos los dos - borrachos como cubas - en la
cantina de la Ciudadela como sucedía algún que otro viernes cuando
dejábamos el servicio; apenas dos horas antes de amanecer cabalgamos
hasta el río para bañarnos porque las pegajosas noches de julio no
dan mejor ocasión para refrescarse que los humedales del Puente
Romano y, de paso, sofocar la enorme “melopea” que teníamos y
mitigar el calor asfixiante que padecíamos de forma simultánea.
El
río que corre seco en el estío a lo largo de la mayor parte del
páramo, esconde una zona de humedales una vez pasado el puente;
lugar al que llaman - como ya he mencionado - el Puente Romano,
aunque el paso sobre el río lo hubiera construido en realidad Felipe
IV. En esa zona oculta del camino, plagada de carrizo y malvavisco,
aprovechamos para bañarnos como Dios nos trajo al mundo.
No era la
primera vez que lo hacíamos pues a tales placeres se había
incorporado, en ocasiones, su hermana Juana. Los Sánchez de Comillas
son famosos por mantener las formas tradicionales que su alta nobleza
les obliga y, sin embargo, tener una disoluta forma de comportarse en
privado. Costumbre que heredaron de su padre el malogrado Sexto Conde
de Argamasilla. Y ese malogramiento es el que me confesó el Séptimo
Conde respecto a su padre en ese trance de entrar borrachos en el
agua y salir secos en cuanto a ebriedad se refiere aunque mojados por esas mismas aguas.
Según
me contó mientras nos secábamos con la lengua pastosa todavía y
sin rubor alguno, una vez que del Palacio Real de Madrid se habían
alejado en busca de sus propios orígenes las faldas de las nobles
mujeres francesas, y con ellas, el apoyo que su padre Luis tenía en
la Corte, su madre Clotilde aprovechó para tomar cumplida venganza
de él y lo citó en la alcoba del Palacio de Argamasilla a las doce
de la noche del 23 al 24 de junio, siendo esa la noche de San Juan.
Luis
suponía que iba a ser una noche de desacostumbrada pasión carnal
con su esposa y no dejó escapar la ocasión disfrazándose al modo
veneciano, como solía hacer con sus múltiples amantes. Su sorpresa
fue cuando, al entrar en la alcoba, con la cara tapada por una
máscara negra de larga e importante nariz encontró que en su cama
yacía su propia mujer con otro hombre que no era él, a los cuales
encontró en plena hoguera de encendida pasión.
El
Sexto Conde de Argamasilla no cupo en sí de cólera y salió, de su
interior celoso, el español que venía ocultando con su afrancesado
comportamiento de las últimas décadas y desenvainó su espada, la
cual hundió sin dudarlo un instante en los dos cuerpos que se
encontraban dentro de su propia cama entre jadeos, sudores y
aspavientos. Al descorrer las sábanas de seda – compradas ex
profeso en París con ocasión de su maridaje con Clotilde - encontró
los cuerpos desnudos y muertos de su amigo Jacques de Rapuniare y su
criada Aldonza López.
La más guapa de sus criadas que, bajo el
permiso de la dueña de la casa había concertado la cita con el
mejor amigo del marido de Clotilde. Llevaba, Aldonza, los ropajes de
cama de su esposa y su amigo Jacques iba disfrazado, como él, al
estilo veneciano con un antifaz negro de importante nariz aguileña,
pues el maestro gustaba de lo mismo que su pupilo, el Conde.
Don
Luis Sánchez de Comillas y Arriaga enloqueció cuando vio el rostro
serio con el gesto riguroso de su mujer Clotilde en el umbral de la
puerta mirando de soslayo a su marido disfrazado y con la espada
manchada del rojo carmín de la sangre sobre los cadáveres de los
dos desgraciados teñidos del mismo color, con la altivez de una dama
de alta cuna y el desprecio profundo inyectado en sus ojos por el
libertino comportamiento de su marido.
El
Conde de Argamasilla acabó con la vida de su mujer en ese segundo
arranque de furia con una risa nerviosa en su boca mientras el rostro
de su mujer, despavorido, era la viva imagen de la sorpresa y el
miedo.
Ordenó después al servicio que enterraran en una fosa común sin
placa ni recordatorio a los pobres desdichados que acababa de matar
en su cama; también ordenó emparedar a su odiada mujer junto a la
chimenea del salón ante la asustada mirada de los dos niños que
apenas contaban, entonces, con nueve años - Juana - y diez - Jaime -.
Quería, el enloquecido Don Luis, tenerla siempre presente cuando
disfrutara de algún acto público o privado en esa sala principal de
la casa.
(…)
Continuará
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