La mentira, el engaño
Quiz Show, el dilema
Relato La Despedida
Un tópico del cine y la literatura es la relación existente entre la posición social y el engaño, la mentira, el fraude o la infidelidad. Suele dar buen resultado esta mezcla de tópicos pues a todos nos atrae como pocas cosas la verdad aunque sepamos que la moneda que mejor circula sea, precisamente, la mentira.
Ralph Fiennes es Charles Van Doren |
Ya tocamos algo relacionado con esta cuestión cuando hablamos de la película La Edad de la Inocencia, sin embargo hay una extraordinaria película que toca estos temas en relación con el mundo de la televisión de una forma magistral, elegante, extraordinariamente interpretada y que va al meollo de la cuestión recreando el caso real del Concurso televisivo de los años 50: El Veintiuno.
Destaquemos para empezar, la gran dirección de Robert Redford empleando un modo clásico de concebirla, te sitúa de forma brillante en la época donde se desarrollan los acontecimientos, en la inocencia del público ante la novedad de los concursos televisivos y el debate moral de la mentira y la verdad. Es una gran película con un apasionante debate moral muy apropiado para el papel de un educador.
Staples (John Turturro) encantado de enfrentarse a Charles Van Doren |
Además del papel de director, debemos destacar dos interpretaciones buenísimas, la de Ralph Fiennes en el papel de Charles Van Doren, profesor de la Universidad de Columbia e hijo de Mark Van Doren, - reputado poeta y escritor -, y de la novelista Dorothy Van Doren. Un prometedor intelectual en ciernes que se siente cautivado por la TV y por la oferta que le hacen de ganarse el prestigio mediante la participación en un concurso televisivo que acaba por ser un amaño en donde le entregan hasta las preguntas por anticipado.
El otro gran papel es el de John Turturro - actor todoterreno - que hace el papel del envidioso perdedor ante la rutilante estrella de Van Doren. Algo que no acaba de digerir bien pues cree interpretar el papel mejor que nadie, aunque sabe que no es más que un amaño. La película aparece aderezada por otras interpretaciones menores pero destacadas como las apariciones de Mira Sorvino o del propio Martin Scorsese.
Geritol, el patrocinador del concurso el Ventiuno con los dos concursantes objeto de la polémica |
Como consecuencia de aquello se llegó a abrir un proceso ante el Comité Legislativo de Vistas que acabará con el discurso de un miembro del Comité que reprocha la actitud de Van Doren sin mostrar la compasión de sus compañeros porque - le recuerda - que él es de Brooklin y nada sabe de familias, y sí de decir la verdad o engañar y que, en su opinión, la actitud de Van Doren es un fraude en toda regla, nada de paños calientes.
Una estupenda película que, a pesar de tocar, el tema de la verdad y la mentira reconoce que la TV es así y que esperar la verdad de "este nuevo medio" es una ilusión utópica pues esta se mide por la audiencia. Tiene la película momentos memorables y si no la habéis visto os la recomiendo.
El gran Martin Scorses en su papel de magnate de la TV, interpreta el papel del que nunca pierde... pase lo que pase |
Con esto introduzco mi relato La Despedida en donde el engaño y la posición social juegan un papel determinante. Es un relato de ambiente modernista situado en la Estación de Mediodía de Madrid (hoy más conocida como Atocha) a comienzos del Siglo XX cuando los trenes de vapor viajaban de Madrid a París resoplando con los nuevos vientos de la modernidad.
LA DESPEDIDA
Estación de Mediodía o de Atocha, principios del siglo XX |
La Estación de Mediodía era apenas
el humo de las locomotoras y el rechinar de un ferrocarril que se
unía al bullicio de maletas y tacones que pisaban apurados los
andenes. Unos techos altos de metal y unos muros de ladrillo
decoraban las prisas de los tiempos actuales. A lo lejos, un vagón
de soldados se dirigía hacia el Sur; en Algeciras, cruzarían el
Estrecho en busca del frente que en esas tierras lejanas andaba dando
quebraderos de cabeza a Europa entera.
A mí me preocupaban, desde luego,
pues los servicios de la embajada española en París querían estar
al tanto de esos sucesos que traían en jaque a cientos de
inversores. España no era más que una potencia de segunda fila
entrando en aquellas tierras de disputa donde Francia no podía si
Alemania no quería.
Pero en fin, no era esa cuestión la
que me importunaba, pues había utilizado las buenas relaciones que
tenía para dejar a buen recaudo a los familiares que podrían estar
en edad de contribuir a la patria. Bastaba una cantidad justa de
dinero para sufragar la causa y las levas no pasaban por mi mansión
del Viso. Ni mis dos hijos, ni sus primos, verían los desastres de
una guerra...; y sé que algunos me llamarán poco patriota por ese
motivo, pero soy demasiado débil como para ver sufrir a los míos.
No soy un héroe, lo admito.
Vero, mi esposa, viste siempre de
forma medida y adecuada, con cierta distinción aunque distante y
fría; y en esta despedida me acompaña muy formal, haciendo ver que
cumple con el protocolo que exige la buena etiqueta de la ciudad de
Madrid. Distinción no le faltaba, ni tampoco corrección; le faltaba
– esto es obvio – inventarse sentimientos que ya no existen, o
interpretar el papel de mujer que vive alejada de su enamorado
marido. Sabía comportarse y mantener la conversación amena y
distendida pero, ya hacía años, que el cinismo se había acomodado
en la familia y nunca hablábamos de sentimientos que no existían.
Foto de época con el tren de vapor |
Lo cierto es que no recuerdo quién
fue el primero en engañar de los dos – si se puede llama engañar
a algo que haces con misiva y acuse de recibo -, pero sí sé que nos
lo tomamos como lo hacen las familias bien asentadas de esta ciudad,
como un partido de tenis o una carrera de caballos en la Hípica de
la Castellana. Incluso apostaría a que Vero mostraba más entusiasmo
por las correrías de su yegua “Sirena” que por nuestras
andanzas. La medida frialdad con que me trataba, la satisfacción
fingida a mi llegada y la ausencia de emoción en las despedidas
hacían de Vero una mujer distante y fría..., pero sólo conmigo.
Su amante actual se llama Gilbert,
un irlandés de origen noble y sin título por falta del dinero con
qué sufragar y conservar dicho título nobiliario que le corresponde
por linaje; un hombre apuesto y diez años más joven que ella. Por
el informe de mis investigadores sé que es jugador y pendenciero,
que le gusta el güisqui y que frecuenta más amistades femeninas,
además de mi mujer. Sé que con ella obtiene los emolumentos que le
permiten mantener esa costosa y relajada vida que él disfruta en
esta ciudad repleta de ratones y de hombres.
Al saberlo, no he hecho acto alguno
para perjudicarla en sus devaneos amorosos y libertinos, he procurado
– eso sí – limitar la cuantiosa fortuna que emplea para evitar
quebrantos innecesarios y poner vigilancia a tal figura varonil con
el único fin de evitar males mayores y quebrantos dinerarios. Si el
ínclito Gilbert optara por pedir más de lo razonable a mi esposa,
mis contratados tienen el permiso de sacudirle para hacerle
recapacitar y, si no lo hiciera, he dejado previsto en el Banco de
España una caja de caudales con una llave que entregará el
depositario a la persona que yo le haga saber mediante un cablegrama.
Persona que obrará en consecuencia más allá de lo legalmente
permitido de forma profesional.
Mi historia es menos accidentada,
vivo en París con Marie, en el número 6 del Bulevar de San Marcel.
Muy cerca del Río Sena en un pequeño apartamento de techos altos y
estilo parisino. Bien acomodado, disfruto de un trabajo estable y
pacífico y unas buenas relaciones que me permiten practicar el tenis
y la esgrima sin poner en riesgo mi patrimonio.
Hay quien me llama bígamo entre
risas supuestamente cómplices, haciendo ver que mi doble vida les
produce envidia. A mí no me gusta entrar al trapo de este asunto,
dejo que hablen lo que deseen y satisfagan su curiosidad morbosa de
adentrarse en vida ajena para evitar su monotonía y aburrimiento.
Sin embargo, sé bien que no es cierto lo que dicen de mí.
Un tren de vapor saliendo de la Estación de Atocha |
La bigamia es cosa imposible, pero
el hecho de que no conviva con Vero no me permite abandonarla a su
suerte y dejarla sin protección alguna de una sociedad que acaba con
la fama de las personas en cuanto te das la vuelta. Y la fama, en
nuestro mundo, significa poder salir sin miedo a la calle, gestionar
tus negocios sin que las mafias que pululan buscando saldos te
perjudiquen o tener recepciones con los distinguidos miembros de la
catolicidad que dominan los resortes de esta ciudad evitando los
“dimes y diretes” de la salida de Misa en la Colegiata de San
Isidro; aunque saben lo que sucede, las cuidadas apariencias y la
buena posición, nos permiten movernos con la cabeza alta entre el
ominoso silencio de quien desea hablar y no puede. Sostengo a Vero y
ella me sostiene a mí, digamos, dentro de la España oficial.
Conocí a Marie tras el parto de mi
segundo hijo, cuando Vero se enfrascó en la bebida y huía de mi
presencia; la cual le debía parecer entre repugnante e incómoda. Es
cierto que, sin sentir demasiado amor, entre los dos había cierto
afecto hasta entonces, pero aquel hijo – Gustavo – acabó con
nuestra relación. O mejor dicho, la relación se volvió tormentosa
a causa del cuidado de Gustavo, pues la nodriza que se encargaba de
él, producía en Vero unos celos infundados y violentos; pues ella
creía que tal nodriza cuyo nombre no recuerdo era mi amante y le
arrancaba de sus brazos todas sus posesiones importantes.
Esos celos la condujo al odio hacia
mi persona y, entonces, fue cuando encontré a Marie en una recepción
en la embajada francesa. Vero había encontrado ya a..., cielos, ¡no
recuerdo su nombre! Marie apareció en mi vida como la pieza que
faltaba en el rompecabezas para que todo funcionase de nuevo
Marie era hija del embajador de
Francia, mujer distinguida, elegante y bella. Mantenía una
conversación paciente y refinada con todo el mundo y me enamoré
perdidamente de su dulce voz y de la finura de su trato. Su talante
liberal y abierto facilitó nuestro, llamésmole así, “matrimonio
en circunstancias especiales”; pues a ella no le importaba en
absoluto las bodas ceremoniosas ni socialmente aceptables.
Pronto pedí destino en París y,
con la ayuda de su padre, me asenté en la capital de Francia. Desde
entonces, mantengo a mi esposa en Madrid y vivo con mi mujer en
París.
- ¡Ah, ahí está el tren querido!
- Me marcho corriendo, Vero. Enseguida te escribo y me cuentas qué tal Sirena en su próxima carrera.
- ¡Claro, claro!, corre que el vapor te va a manchar la taleguilla. Disfruta en París, vuelve pronto. - El rostro terso de Verónica languideció de repente y una mirada triste brotó en su rostro. Le acaricié la mejilla, algo sorprendido, y la besé de forma fraternal pero cariñoso.
- Es mejor así, Vero. Pronto volverás a ser tú misma y disfrutarás nuevamente de tu merecida independencia.
- En fin, sí tú lo dices Jaime. Haz lo que quieras, pero no te olvides de Madrid. - Subí al tren mientras ella retomaba la presencia distinguida, hierática y fría que siempre había tenido. Por un momento pensé que iba a llorar, pero si lo hiciera, yo no podría irme y las personas de nuestra posición tenemos la obligación de cumplir con la palabra dada.
El tren silbó, salieron a presión
los vapores que contenía en su interior como un cansado resoplido y
comenzó a alejarse lentamente de Vero, de mi familia y de Madrid.
Por un momento, tan solo por un momento, pude leer en los ojos de
Vero un atisbo de afecto, una gota de dolor por el amor perdido, un
imperecedero atisbo de sufrimiento que me desconcertó. Vivimos ambos
bien así, no nos permitimos el lujo de arriesgar el patrimonio por
eso que se llama..., una infidelidad.
FIN
Imágenes reales del concurso con Van Doren a la derecha |
Charles Van Doren en Quiz Show |
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