El secreto que no puede guardarse
Durante un tiempo, Montefaro fue nuestro.
No es una forma de hablar. No quiere decir que nos gustara especialmente, ni que lo conociéramos bien. Quiere decir que nos pertenecía, como pertenecen las cosas que uno aprende a recorrer con el cuerpo antes que con las palabras. Montefaro era un lugar cerrado, protegido por una valla militar que pedía el paso. Solo entrábamos nosotros y la población militar. No había visitantes, ni miradas ajenas. Aquel monte, aquella vista, aquella ría, eran un mundo reservado.
Desde la Bailadora, a casi trescientos metros, la ría de Ferrol no parecía un paisaje: parecía un secreto. La boca era estrecha, defendida por los castillos de La Palma y San Felipe, como si aún hubiera algo que custodiar. Enfrente, Brión cerraba el horizonte. Todo estaba contenido, recogido, como si el mar dudara antes de entrar.
Nos sentábamos en corro sobre la vieja batería de costa, de granito, de principios del siglo XX. Era abombada, más cercana a un obús que a un cañón, pensada para tirar por el segundo sector, no por el primero, como decía mi padre. Aquella batería ya no defendía nada, pero desde su techo se dominaba todo. Y allí aprendimos a mirar.
Conocíamos los pasos entre las zarzas, los caminos invisibles. Sabíamos por dónde bajar, por dónde no, cómo movernos sin hacernos daño. Sabíamos cuándo aparecían las moras: primero rojas, luego negras, brillantes. A veces tardaban y las perdíamos porque septiembre nos llevaba lejos; otros años eran tempraneras y ya a finales de julio o principios de agosto empezaban a asomar. Las cogíamos para hacer mermelada. No era solo recoger fruta: era saber cuándo, dónde, cómo. Ese saber no se explica: se queda en el cuerpo.
Desde allí arriba, en los días despejados, el Atlántico se abría inmenso. El sol, bajo en el horizonte, hacía refulgir el mar de una forma casi irreal. El azul se fundía con el cielo y la costa verde, profunda, parecía sostenerlo todo. Uno se sentía pequeño de una manera buena: la pequeñez que nace de la belleza.
Otras veces llegaban el viento y las nubes. El viento fuerte del Atlántico, poderoso, que te recuerda lo frágil que eres. Ese viento que no trae lluvia de inmediato, que primero mueve, sacude, limpia, y solo después deja caer el agua. Entonces aparecía con claridad ese olor a sal, intenso, penetrante, que entraba por los pulmones y se quedaba. Para mí, ese olor es la infancia. No es un recuerdo: es una señal. Algo que dice, sin palabras: estás en casa.
Galicia se nos metía dentro sin pedir permiso. La humedad tocaba la piel, el mar cambiaba de azul a gris en minutos, el viento lo ocupaba todo. No mirábamos el paisaje: lo habitábamos. Montefaro no era un lugar bonito; era un lugar aprendido.
Ahora vuelvo a veces con amigos. Les enseño la vista, el monte, los castillos. Repito la visita año tras año, usando la excusa de acompañar. Mientras ellos miran, yo escucho. Oigo voces, acentos, risas, pasos ajenos. Gente que pasa, que fotografía, que sigue. No hacen nada mal. Para ellos es un sitio hermoso. Para mí fue un mundo. Y en esa diferencia —tan pequeña y tan inmensa— siento cómo algo mío se abre, se desgasta, como si un secreto se dejara tocar por manos que no saben lo que vale.
Montefaro está hoy cuidado, abierto, preparado para ser visto. Ya no hay zarzas cerrando el paso ni caminos que descubrir. Sigue siendo maravilloso, pero ya no es nuestro. Y no hay a quién reclamarle nada.
La patria de los hombres es su infancia. No el país, ni la bandera, ni el nombre. La infancia. Ese tiempo en el que uno es dueño de un mundo mientras lo descubre. Montefaro fue eso: un territorio fundado a base de veranos, de pasos, de silencios compartidos.
Hay secretos que no pueden guardarse. No porque se olviden, sino porque, cuando regresamos, nos susurran al oído.
¿Recuerdas quién eres…?
Esto es tu pstria

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