Los dueños de la calle

El otro día tuve la ocasión de pasear con mi perro por la ciudad que me vio nacer y donde residí mis primeros doce años de vida. Suelo pasar tiempo por allí, pero rara vez voy a los lugares donde pasé esos primeros años de vida que me marcarían para siempre como nos sucede a todos.


Pase por la calle donde residía, aquella calle siempre estaba cerrada al tráfico como consecuencia de un edificio en obras que se había detenido en pleno proceso de construcción por algún motivo que desconozco. Durante aquellos primeros años de mi vida, al lado de mi casa - un gran edificio de muchas plantas y muchos pisos que miraban desde lo alto al mar - había una obra sin terminar de otro gran edificio que suministraba aventuras y hormigas sin final.

Aquella zona, por su evidente peligro de derrumbe, estaba vallada, pero los niños y jóvenes del barrio nos encargábamos de derribar de forma perseverante los muros de madera, metal o piedra que iban construyendo para impedir el riesgo innecesario, pues la calle era un atajo hacia el centro de la ciudad y dejaba lugar para el esparcimiento. En aquel espacio reservado hacíamos, por ejemplo, durante la noche de San Juan las fogatas que hoy están prohibidas por sistema, pero entonces - al menos tengo esa sensación - nadie prohibía nada. Recuerdo a los chavales saltando por encima de la hoguera y arrojando la uralita - hoy tan cancerígena - al fuego para que explotase en el interior de las vistosas llamas incandescentes rodeada de amarillos, rojos y azules. Unas explosiones vertiginosas que hacían saltar las astillas de la famosa formación de amianto. Ingenuidad peligrosa la nuestra.

A esas obras subíamos por una escalera sin escalones, o con ladrillos con cemento que hacían la vez de incompletos peldaños, pues aquellas escaleras estaban sin terminar, hasta el tercer, cuarto... o séptimo piso en un alarde de valor y falta de cordura generalizada. Los chicos teníamos como reto alcanzar la última planta y el que no la alcanzaba era un gallina condenado al silencioso desprecio de los demás, igual que el que saltaba la fogata por el centro, donde las llamas eran más altas y peligrosas, pertenecía al club de... No recuerdo cómo se llamaba el club. Retos infantiles que hoy estarían igualmente prohibidos y serían noticia de cualquier red social si existieran.

En definitiva, en los años 80, los niños éramos los dueños de la calle.


Allí bajábamos tras desayunar, jugábamos al fútbol veinte jugadores por cada equipo en una puerta de metal roja de un garaje que nunca se abría sobre un suelo empedrado con salientes en el que caíamos, sangrábamos profusamente y seguíamos jugando. O al baloncesto, en esa misma puerta roja en un lado que hacía las veces de una canasta y, al otro lado de un estrecho pasillo, un madero saliente y elevado sobre un muro de cemento de la obra, para hacer la segunda canasta. Allí imitábamos a Nate Davis, el increíble jugador que algunos vimos jugar como consecuencia de un error histórico de la NBA, en una ciudad de provincias que venía de gloriosos éxitos e iba, en una lenta reconversión industrial, a transformarse en nuestra pequeña Detroit a la española.

En ese barrio, en esa calle donde mandábamos los niños, me abrí la pierna de arriba a abajo y la cabeza, un vecino se rompió la clavícula al caer de la "cancha" de baloncesto y otro le lanzó una pedrada voladora a más de veinte metros contra otro vecino con un extraño tic nervioso que le resultó fatal, pues provocó que la piedra cayera sobre su cabeza que sangró profusamente.

Allí jugábamos a juegos impensables hoy como el cinturón con hebilla con el que se arreaba en la espalda o las piernas del incauto perseguído hasta que alcanzaba la madre o la casa provocando, más veces de lo necesario, serias heridas en esas zonas; o el famoso "arriba facu", que por otras partes llaman "Churro, media manga, etc" pero con puños para golpear en la espalda del equipo contrario.


En fin, recuerdos de una infancia donde caminabas libremente por toda la ciudad hasta los ocultos lugares donde se podían producir las primeras grandes peleas o los primeros besos, largo viajes hasta el puerto en busca de las montañas de astilla en las que trepabas y te arrojabas rodando con serio peligro para tu integridad física.

Hoy nadie juega en esa calle, los coches la ocupan a ambos lados y el edificio en obras ya es un gran edificio gris ocupado por tristes señores sin infancia ni peligro: seguridad y tristeza en un mismo pack. Allí donde perdí trozos de carne de mi pierna es hoy otro pedazo de cemento y una línea amarilla marca el lugar donde estaba aquel muro que separaba el orden del caos y que hacíamos caer para vivir en armonía uno y otro. Las escaleras son pequeñas y la industria cuya bocina nos despertaba cada mañana, se ha transformado en edificios y calles, el callejón es casi una avenida y los viejos ultramarinos donde tomábamos prestadas las chucherías y los donuts es hoy un Mercadona. Todo es tristemente funcional y los dueños de las calles son los coches.


Nadie puede ir en busca de montañas de astillas para trepar como monos de feria y lanzarse al vacío dando vueltas porque el puerto está vallado y solo permiten entrar allí a aquellas personas autorizadas para trabajar en la zona portuaria. Todo es dramáticamente seguro, y los niños están siempre con sus padres. Pero hubo un momento, una época, en que la calle era el reino de los niños y, desde que te levantabas y hasta que te ibas a cenar, ningún padre aparecía por aquellas calles por donde investigabas, jugabas y te accidentabas. Sí, pasaban más cosas, pero la vida se vivía intensamente desde la mañana hasta el anochecer.

Hoy queremos que los alumnos aprendan por sí mismos empleando a los maestros como guía, pero en mi época de infancia nadie nos decía qué teníamos que hacer salvo venir a comer o cenar a una hora que se cumplía a rajatabla. Lo demás lo aprendías pululando por la calle con tus compañeros de fatiga. Entonces los maestros eran "monotonía de lluvia en los cristales" como dice el poema de Antonio Machado, y estaba bien. Formaban e instruían aburridamente, porque la calle era nuestra. Hoy hay que hacer una yincana diaria porque no han descubierto nada por su cuenta.

Ningún padre protestaba cuando su hijo había sido zancadilleado o caía en el suelo haciéndose una herida, lo curaban en su casa y lo mandaban al día siguiente de nuevo a jugar porque las heridas eran una buena señal. Porque aquel que no tenía heridas en la cabeza, los brazos o las piernas era un "marica"... A que no, a que ya no se puede decir ni siquiera esto en un lenguaje falsamente correcto.

No siento melancolía alguna, pero hoy aquellas escaleras inmensas donde me sentaba a esperar son muy tristes y pequeñas. El tiempo ha borrado ya otros tiempos sin duda mejores que los actuales de consola e influencers,

Aquí os dejo este soneto que describe aquellos Mares Australes donde aprendimos a ser, simplemente, los mejores.

                     

          MARES AUSTRALES


          Escribirte en verso podría como reto

          o, alegre, recitarte una poesía al oído

          y tranquilamente buscar tu beso dormido;

          esos labios mojados ocultos tras un seto.


          Dibujar tu cara en un lienzo como un boceto

          que contara todo aquello que para mí has sido,

          y cerrara bocas de hiel amarga que he bebido

          un día en que con mi sola alma poblé un desierto.


          Hacer volar palabras como águilas reales

          que, altaneras, dibujaran tu nombre en el cielo

          como un recuerdo añil y blanco, frágil e incierto.


          Hacer vibrar las ondas del mar sobre corales,

          renacer con su vibrar ondulado como pelo,

          a tu lado, en australes mares donde te despierto.



TENEMOS QUE RECUPERAR LO ESENCIAL



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